28 enero 2007

En la cuerda floja. Segunda parte

Pero sigo en pie.

En la cuerda floja.


Con unas cuantas cicatrices como estandartes. Y estos viejos pies cansados aún tienen el ritmo, y la torsión para replegarse sobre sí mismos y dar un paso más.

En la cuerda floja, todo se mueve. Dulce arrullo de olas imaginarias de un océano cuyo fondo algún día me será revelado. Y los delfines de lomo de plata cantarán en mi honor. Y descansaré feliz y viajera en vaivenes que sostendrán mi pesar hasta que se diluya y pueda elevarme entonces y continuar. Y desaparecer. Al fin.

En la cuerda floja, nada está fijo. Y las leyes rígidas que pretenden ampararme se retiran a dormir. A veces, el impulso es tan grande que puedo sobrevolar el cielo y balancearme sobre las estelas de los aviones que cruzan el mundo, y comprobar que hay huellas en la luna que no han sido descubiertas. Y que en sus cráteres asoman secretos que, irremediablemente, olvido al volver. La cara oculta es mi rostro resucitado, limpio de llanto y ausencias, que me ofrece el reflejo de lo que estará por venir cuando el tiempo se desenhebre del último desierto que decidí recorrer. Y el brillo de mis ojos volverá a encender la hoguera, y las piedras volverán a crecer.

En la cuerda floja, hay un anhelo. Y el nudo que me anuda, que me alza y me sostiene, que contiene mi respiración y la libera, pulsa un suspiro que acuna mi pena. Aliento de vida que me reclama, sirena de futuro a la que no puedo dejar de acudir. Veo infinitas puertas, y el cofre de las llaves maestras me salvó del último naufragio. Caminar sin dejar rastro fue mi bendición.

En la cuerda floja.


Conozco desde siempre una danza equilibrista fácil de ejecutar. Y los planetas giran en sus órbitas sin trapecio al que acudir. La barra fija de mi infancia golpea en mi memoria, cuando girar y girar con la pelota azul era un juego, y no podía sospechar que estaba aprendiendo a vivir. Y los saltos y las volteretas despertaban mis risas y la conciencia de estar viva como un gran tesoro que cuidar.

Vive en mí una equilibrista que nació conmigo. Y una bailarina de pasos imposibles que todavía se levanta en puntas cuando avanza. Y una ejecutora del doble salto mortal.

Y me cubre una red que he ido tejiendo con mi canto, con las heridas abiertas y con los fragmentos de cielo que fueron configurando mi sombra desde que camino.

A veces me quejo, es cierto, pero es la resaca del baile

que me obliga a descansar.

En la cuerda floja.


Primera imagen: Funambulista, de Félix Navarro
Segunda imagen: La travesía funambulista, de Rizzibuki

23 enero 2007

En la cuerda floja

En la cuerda floja

Llevo años caminando en la cuerda floja. En una cuerda que se tensa y se destensa según la voluntad desconocida de alguien cuyas risas a veces, creo escuchar excesivamente cerca de mi oido. Me giro sobresaltada. No hay nadie a mi alrededor. Ni en las calles, ni en la ciudad. Todo está vacío. Y el eco sigue en el aire.

En la cuerda floja, todo se balancea. Alguien me está acunando desde las alturas, pienso, y me dejo mecer mirando un cielo azul, claro y limpio mientras un sol tibio me acaricia las mejillas, y mis manos juegan a enredar los días y a desenredarlos.

A veces, la cuerda consigue tal quietud que la serenidad hace que parezca que piso tierra firme, como tantos otros, otros que miro absorta con sus promesas cumplidas y sus hipotecas a medio pagar, con la seguridad que proporciona el creer que conseguir objetivos es tener un lugar en la tierra. Entonces, yo misma procuro ingenuamente enraizar mis pies y sueño mientras puedo, que también conseguí ese lugar en la tierra y que esa falsa seguridad tiene pase permanente en mi vida.


Pero la quietud miente. Siempre, siempre miente. Nunca conocí una quietud que fuera auténtica, excepto la de las piedras que observan los monjes mientras esperan verlas crecer. Y nunca la quietud se atrevió a cruzar el umbral sin escolta. Con mirada altiva, viene la quietud con un ligero retroceso, y después con un profundo retroceso, y luego con un vértigo donde desfila la trayectoria de lo vivido con una zozobra que me recuerda insultante, que el tiempo ya no se mide en minutos, o en horas, o en años, sino en angustias vacías y en decisiones por tomar. En caminos errados, y en noches desveladas. Y en fugaces momentos que encendieron las antorchas que me dieron calor y alternativas. Es el preámbulo al disparo del arco, nuevamente manipulado por la voluntad desconocida, que me lanza a un nuevo mundo, sola, a ciegas y con el alma desnuda. Y la rueda vuelve a girar.

Después, el alma cimbreante debe ponerse en pie, y seguir. Y el equilibrio perdido, debe ser recuperado. Para seguir avanzando. Aunque los naúfragos ya saben que no han de volver en el barco que les escupió a la orilla, que el mar con sus abismos se ha convertido en un muro tan cruel como hipnótico, que los amaneceres serán el anuncio de que aún se puede continuar, y que, sin más, sin que nadie les tuviera en cuenta antes de estigmatizarlos, se han convertido en supervivientes.

En la cuerda floja.

No conozco otros pasos que los que tiemblan buscando certezas que saben que no pueden encontrar. No conozco más caminos que los que van revelando las rocas al desprenderse con el vaivén. No conozco otro fin en la andada que el de contemplar la belleza, y la exquisitez de la creación.

Ni más estrategias que el convertirme en una buena equilibrista

En la cuerda floja

Imagen: Equilibrista, 1998, de Luis Damotre Duribe

15 enero 2007

Me pregunto

Me pregunto cuánto tiempo hace que nos besamos por primera vez.

Porque de cuándo entraron las ganas, sí que me acuerdo, como si fuera ayer. O quizá, como si hubiera ocurrido hace un rato. Una llamada de teléfono, y se dispara una alarma. Están despegando las naves en busca de vida en marte. El dios de la guerra se revuelca en la tierra. El planeta rojo acaba de ser descubierto. Implosionan las venas. Y la batalla aún no ha terminado. Recién acaba de comenzar. Otra vez.

Cuántos años han arañado nuestro calendario, cuánta lluvia hemos esperado juntos. Cuántas noches furtivas hemos robado a los parques, a los portales, a las barras dudosas de la ciudad. Cuántos cambios de rumbo, de casa, de coche, de pantalón. Cuántos pasos perdidos, para acabar regando tus flores, una vez más.

Me pregunto cuántas veces te dije “no”, y cuántas tú dijiste “no puedo”. Cuántas fingí no verte, y cuántas desviaste tú la mirada. Cuántas me consumieron los celos y cuántas tuviste que tragar el despecho. Y todo para estar aquí, con las alforjas ocupadas y la piel desnuda y un laberinto encriptado de deseo y miedo dificil de desenmarañar. Y un minotauro de culpa clavando sus cuernos malditos sin ninguna compasión.


Me pregunto quién nos traerá los nuevos pinceles y cómo olerán nuestros nuevos lienzos. Con quien brindaremos sin poder remediarlo. Si jugará un niño con tus ojos, o todo será en vano. Si me llamarás desde la cocina, desde lo más cotidiano, o todavía buscarás mi mano a escondidas para apenas robarle un roce. Me pregunto cómo serán las formas, cómo se desenvolverá el destino. Y cómo nos manejaremos con él.

Si estos afanes por estar separados, por permanecer ajenos, por negarnos el trajín de conquistarnos y desesperarnos y volvernos a remontar, como quien asciende las cumbres peligrosas e imantadas del anhelo, cuestan lo que valen. Y si las noches en vela merecen lo que duelen, junto con el ansia de despertarnos, un amanecer más, empapados en sudor y en ausencia, y con la absoluta certeza de estar errando de soledad.

Me pregunto si aún correrán las fechas o algún día el tiempo se detendrá definitivamente.

Y si en el momento de nuestra muerte,
cuando todo esté concluido,
este fuego que todavía nos consume,
podrá iluminar, con una aureola iridiscente e infinita,

nuestro último viaje.

10 enero 2007

Requiem

Murió la noche de reyes.

Reconocimos a la madre por el luto. Su cuerpo está quebrado, y necesita de un sostén para alcanzar un asiento. Su rostro se ha convertido en un porqué y hay un grito desgarrado incontenible que aulla desde sus entrañas. Y el dolor de hoy es el dolor multiplicado de ayer, cuando años atrás tuvo que velar a su primer hijo y los abismos habitaron su casa desde entonces. ¿Cuánto tiempo abrazó a mi madre, que la crió desde niña? ¿Fueron minutos, horas, siglos? Sólo se oye la respiración de ambas, y sus llantos al unísono se convierten en el requiem que resuena en los olivos. Y un caballo relincha a lo lejos, porque sabe que su dueño no ha de cabalgarle nunca más.

El padre me abraza a mi también. No puedo decir nada. No tengo nada que decir. No sé nada que pueda decir. Siento sus lágrimas mudas caer lentas sobre mi hombro. Una detrás de otra. También presiento una canción. Saeta desesperada de océano y silencio, que busca rabiosa un dios al que reclamar tanta muerte. Y el mundo se para alrededor, y sólo hay un corazón que late en hueco. Su pómulo tibio se apoya en mi cara y mis brazos le aprietan tanto que creo que en otro momento hubiera podido hacerle daño. Pero no hay dolor que pueda ser añadido. Finalmente lo arrancan de mis brazos. Me mira. Por un instante creo que me ve. Y busca una silla cercana a la cabecera de su hijo, apoya la cabeza en la fría madera y sigue llorando. A veces, alguien se acerca y le seca las lágrimas. Y las dos madres, la mía y la del que ya no está, siguen entonando el requiem a lo lejos.

El hermano y la hermana, sobrevivientes como Hansel y Gretel, buscan las migas de pan de un cuento que les ha madurado de golpe y que sólo les conducirá al camposanto, donde no habrá ni juegos, ni gominolas, ni complicidades. La bruja mala ya cumplió su amenaza. Y lloran desconsolados mientras se abrazan y anhelan las manos que ya no han de estar más, y la casita de chocolate hoy es una tumba repleta de flores que no podrá derretirse bajo el sol.

Una mujer joven, apenas una niña de ojos rotos, destila su alma en lágrimas que caen gota a gota sobre el ataud. Acaricia el cristal y le está hablando. Le susurra de seguido, y a veces, le medio esboza un gesto parecido a una sonrisa. Después se derrumba, y los brazos ya no le alcanzan para abrazar el cuerpo sin vida de su vida partida. Pero otra vez se calma. Y se vuelve a asomar. Y le sigue contando sus secretos de amantes recién estrenados, le sigue hablando con voz queda, de carrerilla, porque sabe que las horas están contadas, y que al amanecer, ni siquiera tendrá esa carcasa a la que dirigirse. Al amanecer, al frío y turbio amanecer, sólo le quedará el silencio. Y una ausencia inconcebible. Y una casa vacía. Y un futuro sin él. Y un vientre sin fecundar.

Y tengo que huir de la habitación, donde se vela el cuerpo, si no quiero derrumbarme yo también.

Lloramos una noche entera, y no se terminaron las lágrimas. Creo que envejecimos todos diez años de golpe. A media mañana, le acompañamos cuesta abajo, camino a la iglesia, mientras su padre, su hermano y cuatro hombres más cargaban su última estancia en este mundo sobre sus hombros quebrados. Y les sigue un pueblo de juventud que arrastra su pena en los pasos que deberían estar bailando y ha aprendido demasiado pronto lo traicionera que es la muerte.

Desolador desfile de rostros ahogados por las mismas calles por donde, 19 años antes, yo portaba llena de ilusión su cuerpecito minúsculo de bebé casi recién nacido entre mis manos, como un tesoro, y lo llevaba a bautizar. Recuerdo que al doblar la esquina comenzó a llorar. Y yo le canté una nana, y lo reacomodé entre mis manos, y se quedó dormido. Se despertó con el agua bendita.


Murió la noche de reyes.
No hay agua bendita que pueda despertarle más.

Imagen: Muerte en la alcoba, de Munch

06 enero 2007

Regalo de reyes

Los Reyes Magos recogen sus carrozas, las pliegan sobre la mesa de los panes que han de amasarse y las archivan en el cielo de los perdidos para que pasen inadvertidas. De niña, o quizá ya no tan de niña, no me convencía que los reyes pudieran hacer una travesía por el desierto en carrozas. Demasiada arena y demasiados pocos caminos. Y demasiado traje brillante para un viaje tan incómodo. Pensaba yo.

Han visto unos camellos retozando en Uzbekistan, cerca de la frontera, y nadie sabe cómo han llegado hasta allí. Aún tienen polvo de estrellas entre sus pezuñas. Y escondidos entre sus alforjas los peluches de los niños que no saben escribir sus cartas porque tienen que cumplir con su jornada laboral que coincide con las horas de sol. Si quieren comer. No les quitará el sueño el tener que elegir entre tantos juguetes que bombardean sus ojos ante el televisor. A ellos ya les bombardearon el alma, y el futuro, y no tienen televisión. Y cuando rescaten su osito de entre las piedras, mirarán a su alrededor y buscarán una respuesta, y sólo verán unos extraños camellos, que nadie sabe cómo han llegado hasta allí, retozando bajo el sol. Y unas campanillas tintinearán en el cielo, y por un instante, estos niños serán niños, y el mundo volverá a ser un lugar habitable.

Hoy las calles, las calles de asfalto donde las tiendas abren hasta el final para los rezagados, las calles donde casi nadie pasa hambre, las calles que ya no recuerdan que muchos siglos atrás también fueron un desierto, y después unas ruinas, y después se convirtieron en ciudad, están llenas de conformidades. De sorpresas un pelín forzadas, de envoltorios de palpitaciones que no podrán cumplir las expectativas y de pequeñas dosis de exaltación arrancadas de cuajo a la vida, que tendrá que buscar rutas alternativas para darnos lo mismo sin herir nuestra estima.

Pero alguien ayer me envió una receta.

Y mis manos, y mi esencia, volvieron a cantar.

Alguien ayer me devolvió la varita mágica. Y mientras los aromas de mis pasteles nuevos inundaban la casa, una estrella se desprendía del cielo. Y recordé que esa imagen, la de la estrella desvaneciéndose, según las leyes de la física, ya no refleja el presente, sino el declive lento y asombroso de un cuerpo que pierde su luz.Y descansé. Y los luceros temblaron de futuro.


Y sonreí.
Porque mi presente es un regalo. Y está brillando.

03 enero 2007

Puerta al infinito

He descubierto una puerta nueva, y quizá sea la ruta alternativa a tomar.

Se abre ante mí con su carga de infinito, con su fondo lleno de misterio, con las súplicas de los naúfragos que lloran por los hijos de la tierra que no han de volver a pisar. Y con la primera sonrisa de las nubes que contemplan el lecho donde van a dormir su sueño eterno.

Se despliega como la paleta del pintor antes de iniciar su obra maestra, la que hará avanzar al mundo de tanta belleza, convirtiéndose en el motor que inicie en la batalla la defensa de la vida por encima de cualquier ideal.

Llora un recién nacido en su cuna. Y los ángeles y sus nanas de plumas mágicas comienzan a danzar.

Hay un mar que mira de frente y me está seduciendo, y avanzan las olas como las cintas de raso de una bailarina experta que quisieran enredarme los pies. Salado rapto sugerido, al que no voy a poder negarme, de tanto que cantan las sirenas lejanas mi nombre.

Intuyo unas huellas en la arena que se pierden en el mar.

Sobrevuelan las gaviotas ante mis pasos, y creo que me están indicando el camino.

Se despiertan las auroras en los cielos y la rueda gira inventando mis días.

Y mil olas acarician con tal delicadeza las rocas que van a provocar los sueños de los marineros que todavía tienen sus redes vírgenes


Hay un amanecer que me está esperando
y un sueño que empieza a florecer entre los pliegues de mis manos.