27 mayo 2007

Vasos de ámbar

Los vasos de ámbar se han roto para siempre.

Esta mañana han explotado en mis manos, ya no podré utilizarlos para el primer café de recién levantada. No me preguntes cómo. Bien sabes lo mucho que me gustaba desayunar en esos vasos. Tenían la textura perfecta. El color de oro. Conservaban el calor más de lo que te podrías imaginar, aunque ya sé que no te lo creerías si te lo contara. Y me vendrías con mil explicaciones absurdas sobre el cristal y la conservación de la temperatura. Y yo te miraría y guardaría silencio, y pensarías como siempre que esa noche, gracias a ti, dormiría sabiendo más. Altivo profesor de datos muertos, qué ingenua seguridad te otorgaba entregarlos... Pero yo guardaba silencio mientras tú soltabas tu discurso y me abstraía pensando en lo sutilmente que desprendía el café su calor, y cómo esos vasos sabían conservarlo lentamente, como si hubieran planeado la conversación y el tiempo exacto que iba a durar. Esos vasos se alternaban para besarme cada mañana y eran mis cómplices, y mis amantes del amanecer, y con ellos planificaba en secreto mi día, y alguna noche también.

Los vasos de ámbar, como te iba diciendo, se han roto para siempre. Y de pronto, los dos, eran mil pedazos de cristal esparcidos a mi alrededor. Apenas un pequeño corte en la palma de la mano, un instante de enfado, dos minutos de reajuste...

Y aquí no ha pasado nada.

Pero los vasos de ámbar se han roto para siempre. Podría haberse roto un plato de la vajilla nueva, la ensaladera o el cuenco de los cereales que le preparo a mi madre cuando viene a pasar la tarde conmigo. Podría haberse roto un sueño, o un desamparo, podría haberse roto el silencio con el grito de un niño raptado en la calle, o las nubes con una maldición. Podría haberse roto un pacto más en el telediario, o la página del libro en la que garabateaste mi nombre. Podría haberse roto el balcón, haberse desprendido del edificio con un mal golpe de cierzo, convirtiéndose así en la pista de despegue al cielo. Podría haberme quedado sin los geranios, sin el aloe, sin el pequeño rosal que mimo como si fuera un hijo... y sin el nido de palomas que me acompaña. Podría haberse roto el portátil, la cama, la nevera, el televisor. Podrían haberse roto las huellas de esta noche, aunque ésas quisiera conservarlas un instante más.

Tan sólo se han roto los vasos de ámbar. Para siempre.


A partir de ahora, tomaré el café en vasos nuevos.



Primera imagen: W. TURNER. La estrella vespertina. C.1830.
Segunda imagen: M. QUETGLAS. Jacintos.1978. Acuarela.

18 mayo 2007

El guiño

Prolongo mi ojos y las visiones desfilan ante mí como en una tranquila mañana de domingo. Desfilan coquetas, desfilan serenas, desfilan solemnes, desfilan y me miran, se cruzan las miradas, me miran y me hacen un guiño. Desfilan las visiones, y yo formo parte de ellas, y me veo volando, deslizándome apenas a un palmo y mis pies no tocan tierra, y las visiones son tan reales que cuando tengo que caminar debo aceptar nuevamente, (como cuando era niña y no lo entendía, que lo recuerdo y se me encoge el alma, no entendía por qué no podía volar y lloraba sin consuelo, lloraba sin parar, lloraba y lloraba con una pena tan profunda y tan triste que ni mi madre, ni mi padre, ni mi hermano, ni nadie que se atreviera a intentarlo podían, ni sabían consolar, y me dejaban sóla con mi pena, sóla entre esas cuatro paredes sin ventanas, sin túnel al cielo ni pista de aterrizaje para que otros seres alados pudieran venir a enseñarme, hasta que me dormía de agotamiento y soñaba con las alas de mis pies vivas y transparentes) que existe todavía la ley de la gravedad que arrastra a los cuerpos hacia su propio abismo.

Desfilan las visiones, y formo parte de ellas. Y no hay abismo ante mí, sino un hermoso campo de batalla antiguo sembrado de flores. He vencido.


Prolongo mis ojos hasta tu ventana y te veo dormir. Mañana te contaré tus sueños, y tú también recordarás tus propias visiones. Sueños de niño acunado entre la plácida aurora, en brazos de una nube mullida de algodón que aún espera por ti.

Está amaneciendo una nueva era. Mi voz se acopla a la música de las esferas con un misterioso murmullo que me hace estremecer. Se agitan los mundos en la baraja de mi nombre y me ilumina su inabarcable delirio.

Y en la bóveda de los tiempos se reajusta el mapa con el que vine al nacer.


Imagen: V. VAN GOGH. Jardín.1888.

11 mayo 2007

Innegociable

Divorciada de Lot

Desazte de lealtades inservibles
emigra a algún rincón donde los besos
no acaben convertidos en puñales
un lugar donde puedas volver la mirada
sin temor a acabar como estatua de sal

Lucía Etxebarría
Actos de amor y de placer



Las palabras esta noche me arropan como torbellinos. Exhibo misterios desvelados en mi escaparate, mueren las supernovas para darme su brillo. Deja que rebose el licor por mis labios, deja que la magia celebre la primavera de una puñetera vez.

No me digas lo que tengo que hacer. No me digas lo que no tengo que hacer. No me digas lo que te parece bien, ni lo que te parece mal. Me importa bien poco tanto parecer. Te libero del peso de cuidar de mí. Te libero del yugo de creerte mi guardián. Te libero de tu altivez, no es necesario que lleves una máscara para acercarte. Intenta, entonces, no responder por mí. Creo que seguiré siendo terriblemente indecente, y eso, cariño, no va a otorgarte ni un instante de paz. Es innegociable un podium entre nosotros dos.

Voy al Templo de la Precipitación a recibir la luz de oro de los milagros.


Procura tener la cena lista cuando regrese.




Primera imagen: O. REDON. La mirada.
Segunda imagen: J.MORERA Y GALICIA. Lirios. c.1900

04 mayo 2007

Sin nombre

Vuelvo a casa, a mi cómoda y dulce casa. Vuelvo al hogar. Cálido y reconfortante. Vuelvo a mi territorio. A mi guarida. Vuelvo, siempre vuelvo. Vuelvo al hogar.

Avanzo por la calle de la Libertad. Es de noche, y estoy feliz porque vuelvo al hogar.


Hay un bulto en el suelo. Un bulto que me mira. Le miro yo también. Nos encontramos en el espacio de las miradas que escudriñan. Veo un bastón viejo a su lado. Alguien ha caído, y yo debería seguir mis pasos. Pero veo un cuerpo retorcido, y lo miro, lo sigo mirando. El tiempo acaba por detenerse, como si estuviera abriendo un paréntesis en el que me dejara elegir. Y él, entonces, sin dejar de mirarme, me habla.

“Ayúdame”.

Me acerco. Me pongo a su lado. Huele mal. Sigue mirándome a los ojos. Es tal su porte que siento que en cualquier momento todo el escenario va a cambiar y voy a salir proyectada a otro mundo. Imperio de luz. Imperio de otredad. Imperio de nadas completas. Imperio. El imperio. El otro mundo en el que, en demasiadas ocasiones, quiero desaparecer.

Pero todo permanece allí, detenido en el paréntesis del tiempo. Sé lo que tengo que hacer, lo que tengo que observar. Lo que tengo que preguntar. Sé cómo levantar a alguien que ha caído. Sé cómo hacerlo. Cómo tengo que flexionar las rodillas, cómo tengo que colocar mis manos para que el peso del caído haga la palanca que le impulse a ponerse en pie. Sin embargo, él se abraza a una de mis piernas como al mástil de un barco que estuviera a punto de naufragar. Aparece, de repente, su tacto. Su amargo tacto. Su rotundo tacto. Su nuevo tacto. Su tacto desconocido, que en otro momento sería hiriente, que en otro momento me molestaría, a mí, a la intocable, a la que le irrita el tacto desconocido, en este instante me obliga a despertar. Y siento una de mis piernas como el mástil de un barco que está a punto de naufragar.

“Pide ayuda, tú sóla no vas a poder”. Habla lento, torpe, pastoso, con un aliento de alcohol agrio que sobrepasa la calle, y se pierde en el río. Lo miro a los ojos. Me nubla su olor rancio, su mirada digna. “Claro que vamos a poder”. Un instante, y resurge de nuevo, allí, en pie. Levantado por mis manos y su impulso. Apoyado contra otra pared de piedra. La pared de piedra del viejo muro de dolores de la calle de la Libertad.

No deja de mirarme. Compruebo que más o menos, todo está bien. Ningún hueso roto, ningún dolor que sobrepase al cotidiano. Ningún techo que ofrecerle aunque no me lo pida, ningún paso que pueda dar por él. De nuevo él es el vagabundo, y yo la chica que vuelve a su hogar. Lo que decía, más o menos, todo está bien. Se cierra el paréntesis.

“¿Cómo te llamas?” Paula, me llamo Paula. Ni se me ocurre preguntarle su nombre.

“Mañana iré al Pilar y rezaré por ti.” y da la sensación de que intenta sonreirme. Es mucho más de lo que puedo soportar. Hace mucho que es más de lo que puedo soportar. Me despido con la mano, continúo. Ya no puedo hablar. Y sigo avanzando por la calle de la Libertad, rumbo a mi guarida, al rincón donde me escondo y donde me protego, y donde corro a refugiarme cuando, definitivamente, nada termina por estar del todo bien.



Al oirle decir “gracias” giré a la derecha. Mis lágrimas llegaban al mástil.


Al mástil del barco que estuvo a punto de naufragar.





Primera imagen: G.CHIRICO. La alegría del regreso. 1915.
Segunda imagen: S. DALÍ. Dos trozos de pan expresando el sentimiento del amor. 1938-39.