Un silencio profundo y vibrante envuelve este espacio en el que me encuentro, y las voces de los otros se pierden en el barullo de la ciudad. Se están levantando las auroras, y parece que el dolor, este dolor lacerante que aún me persigue y me atravesaba el alma, empieza a remitir.
Nunca había vivido una soledad tan penetrante, tan cierta, tan poderosa. Nunca me había permitido vivir así. Me está calando, y me está abarcando, y su fuerza se manifiesta para mi asombro, en mis manos y en mi voz.
No sé cuándo acabará este tiempo. No sé cuando mudará el color. No sé si estas ojeras que aún asoman se tornarán permanentes, como cicatrices de viejas heridas que recuerdan las antiguas batallas, o se regenerarán en olvido y piel nueva. No sé si tendré que seguir escalando muros de piedra a oscuras, o por fin llegaré a este final.
Lo que sí sé es que hasta ayer decía ya no puedo, y hoy sí me alcanza.
Me dispongo ante la vida como ante la presión de los días nublados, sabiendo que, en cualquier momento, se desatará la tormenta.
Y después el huracán
Y después, vendrá la calma.
Y por fin, un rayo de sol.