28 enero 2007

En la cuerda floja. Segunda parte

Pero sigo en pie.

En la cuerda floja.


Con unas cuantas cicatrices como estandartes. Y estos viejos pies cansados aún tienen el ritmo, y la torsión para replegarse sobre sí mismos y dar un paso más.

En la cuerda floja, todo se mueve. Dulce arrullo de olas imaginarias de un océano cuyo fondo algún día me será revelado. Y los delfines de lomo de plata cantarán en mi honor. Y descansaré feliz y viajera en vaivenes que sostendrán mi pesar hasta que se diluya y pueda elevarme entonces y continuar. Y desaparecer. Al fin.

En la cuerda floja, nada está fijo. Y las leyes rígidas que pretenden ampararme se retiran a dormir. A veces, el impulso es tan grande que puedo sobrevolar el cielo y balancearme sobre las estelas de los aviones que cruzan el mundo, y comprobar que hay huellas en la luna que no han sido descubiertas. Y que en sus cráteres asoman secretos que, irremediablemente, olvido al volver. La cara oculta es mi rostro resucitado, limpio de llanto y ausencias, que me ofrece el reflejo de lo que estará por venir cuando el tiempo se desenhebre del último desierto que decidí recorrer. Y el brillo de mis ojos volverá a encender la hoguera, y las piedras volverán a crecer.

En la cuerda floja, hay un anhelo. Y el nudo que me anuda, que me alza y me sostiene, que contiene mi respiración y la libera, pulsa un suspiro que acuna mi pena. Aliento de vida que me reclama, sirena de futuro a la que no puedo dejar de acudir. Veo infinitas puertas, y el cofre de las llaves maestras me salvó del último naufragio. Caminar sin dejar rastro fue mi bendición.

En la cuerda floja.


Conozco desde siempre una danza equilibrista fácil de ejecutar. Y los planetas giran en sus órbitas sin trapecio al que acudir. La barra fija de mi infancia golpea en mi memoria, cuando girar y girar con la pelota azul era un juego, y no podía sospechar que estaba aprendiendo a vivir. Y los saltos y las volteretas despertaban mis risas y la conciencia de estar viva como un gran tesoro que cuidar.

Vive en mí una equilibrista que nació conmigo. Y una bailarina de pasos imposibles que todavía se levanta en puntas cuando avanza. Y una ejecutora del doble salto mortal.

Y me cubre una red que he ido tejiendo con mi canto, con las heridas abiertas y con los fragmentos de cielo que fueron configurando mi sombra desde que camino.

A veces me quejo, es cierto, pero es la resaca del baile

que me obliga a descansar.

En la cuerda floja.


Primera imagen: Funambulista, de Félix Navarro
Segunda imagen: La travesía funambulista, de Rizzibuki

23 enero 2007

En la cuerda floja

En la cuerda floja

Llevo años caminando en la cuerda floja. En una cuerda que se tensa y se destensa según la voluntad desconocida de alguien cuyas risas a veces, creo escuchar excesivamente cerca de mi oido. Me giro sobresaltada. No hay nadie a mi alrededor. Ni en las calles, ni en la ciudad. Todo está vacío. Y el eco sigue en el aire.

En la cuerda floja, todo se balancea. Alguien me está acunando desde las alturas, pienso, y me dejo mecer mirando un cielo azul, claro y limpio mientras un sol tibio me acaricia las mejillas, y mis manos juegan a enredar los días y a desenredarlos.

A veces, la cuerda consigue tal quietud que la serenidad hace que parezca que piso tierra firme, como tantos otros, otros que miro absorta con sus promesas cumplidas y sus hipotecas a medio pagar, con la seguridad que proporciona el creer que conseguir objetivos es tener un lugar en la tierra. Entonces, yo misma procuro ingenuamente enraizar mis pies y sueño mientras puedo, que también conseguí ese lugar en la tierra y que esa falsa seguridad tiene pase permanente en mi vida.


Pero la quietud miente. Siempre, siempre miente. Nunca conocí una quietud que fuera auténtica, excepto la de las piedras que observan los monjes mientras esperan verlas crecer. Y nunca la quietud se atrevió a cruzar el umbral sin escolta. Con mirada altiva, viene la quietud con un ligero retroceso, y después con un profundo retroceso, y luego con un vértigo donde desfila la trayectoria de lo vivido con una zozobra que me recuerda insultante, que el tiempo ya no se mide en minutos, o en horas, o en años, sino en angustias vacías y en decisiones por tomar. En caminos errados, y en noches desveladas. Y en fugaces momentos que encendieron las antorchas que me dieron calor y alternativas. Es el preámbulo al disparo del arco, nuevamente manipulado por la voluntad desconocida, que me lanza a un nuevo mundo, sola, a ciegas y con el alma desnuda. Y la rueda vuelve a girar.

Después, el alma cimbreante debe ponerse en pie, y seguir. Y el equilibrio perdido, debe ser recuperado. Para seguir avanzando. Aunque los naúfragos ya saben que no han de volver en el barco que les escupió a la orilla, que el mar con sus abismos se ha convertido en un muro tan cruel como hipnótico, que los amaneceres serán el anuncio de que aún se puede continuar, y que, sin más, sin que nadie les tuviera en cuenta antes de estigmatizarlos, se han convertido en supervivientes.

En la cuerda floja.

No conozco otros pasos que los que tiemblan buscando certezas que saben que no pueden encontrar. No conozco más caminos que los que van revelando las rocas al desprenderse con el vaivén. No conozco otro fin en la andada que el de contemplar la belleza, y la exquisitez de la creación.

Ni más estrategias que el convertirme en una buena equilibrista

En la cuerda floja

Imagen: Equilibrista, 1998, de Luis Damotre Duribe

15 enero 2007

Me pregunto

Me pregunto cuánto tiempo hace que nos besamos por primera vez.

Porque de cuándo entraron las ganas, sí que me acuerdo, como si fuera ayer. O quizá, como si hubiera ocurrido hace un rato. Una llamada de teléfono, y se dispara una alarma. Están despegando las naves en busca de vida en marte. El dios de la guerra se revuelca en la tierra. El planeta rojo acaba de ser descubierto. Implosionan las venas. Y la batalla aún no ha terminado. Recién acaba de comenzar. Otra vez.

Cuántos años han arañado nuestro calendario, cuánta lluvia hemos esperado juntos. Cuántas noches furtivas hemos robado a los parques, a los portales, a las barras dudosas de la ciudad. Cuántos cambios de rumbo, de casa, de coche, de pantalón. Cuántos pasos perdidos, para acabar regando tus flores, una vez más.

Me pregunto cuántas veces te dije “no”, y cuántas tú dijiste “no puedo”. Cuántas fingí no verte, y cuántas desviaste tú la mirada. Cuántas me consumieron los celos y cuántas tuviste que tragar el despecho. Y todo para estar aquí, con las alforjas ocupadas y la piel desnuda y un laberinto encriptado de deseo y miedo dificil de desenmarañar. Y un minotauro de culpa clavando sus cuernos malditos sin ninguna compasión.


Me pregunto quién nos traerá los nuevos pinceles y cómo olerán nuestros nuevos lienzos. Con quien brindaremos sin poder remediarlo. Si jugará un niño con tus ojos, o todo será en vano. Si me llamarás desde la cocina, desde lo más cotidiano, o todavía buscarás mi mano a escondidas para apenas robarle un roce. Me pregunto cómo serán las formas, cómo se desenvolverá el destino. Y cómo nos manejaremos con él.

Si estos afanes por estar separados, por permanecer ajenos, por negarnos el trajín de conquistarnos y desesperarnos y volvernos a remontar, como quien asciende las cumbres peligrosas e imantadas del anhelo, cuestan lo que valen. Y si las noches en vela merecen lo que duelen, junto con el ansia de despertarnos, un amanecer más, empapados en sudor y en ausencia, y con la absoluta certeza de estar errando de soledad.

Me pregunto si aún correrán las fechas o algún día el tiempo se detendrá definitivamente.

Y si en el momento de nuestra muerte,
cuando todo esté concluido,
este fuego que todavía nos consume,
podrá iluminar, con una aureola iridiscente e infinita,

nuestro último viaje.

10 enero 2007

Requiem

Murió la noche de reyes.

Reconocimos a la madre por el luto. Su cuerpo está quebrado, y necesita de un sostén para alcanzar un asiento. Su rostro se ha convertido en un porqué y hay un grito desgarrado incontenible que aulla desde sus entrañas. Y el dolor de hoy es el dolor multiplicado de ayer, cuando años atrás tuvo que velar a su primer hijo y los abismos habitaron su casa desde entonces. ¿Cuánto tiempo abrazó a mi madre, que la crió desde niña? ¿Fueron minutos, horas, siglos? Sólo se oye la respiración de ambas, y sus llantos al unísono se convierten en el requiem que resuena en los olivos. Y un caballo relincha a lo lejos, porque sabe que su dueño no ha de cabalgarle nunca más.

El padre me abraza a mi también. No puedo decir nada. No tengo nada que decir. No sé nada que pueda decir. Siento sus lágrimas mudas caer lentas sobre mi hombro. Una detrás de otra. También presiento una canción. Saeta desesperada de océano y silencio, que busca rabiosa un dios al que reclamar tanta muerte. Y el mundo se para alrededor, y sólo hay un corazón que late en hueco. Su pómulo tibio se apoya en mi cara y mis brazos le aprietan tanto que creo que en otro momento hubiera podido hacerle daño. Pero no hay dolor que pueda ser añadido. Finalmente lo arrancan de mis brazos. Me mira. Por un instante creo que me ve. Y busca una silla cercana a la cabecera de su hijo, apoya la cabeza en la fría madera y sigue llorando. A veces, alguien se acerca y le seca las lágrimas. Y las dos madres, la mía y la del que ya no está, siguen entonando el requiem a lo lejos.

El hermano y la hermana, sobrevivientes como Hansel y Gretel, buscan las migas de pan de un cuento que les ha madurado de golpe y que sólo les conducirá al camposanto, donde no habrá ni juegos, ni gominolas, ni complicidades. La bruja mala ya cumplió su amenaza. Y lloran desconsolados mientras se abrazan y anhelan las manos que ya no han de estar más, y la casita de chocolate hoy es una tumba repleta de flores que no podrá derretirse bajo el sol.

Una mujer joven, apenas una niña de ojos rotos, destila su alma en lágrimas que caen gota a gota sobre el ataud. Acaricia el cristal y le está hablando. Le susurra de seguido, y a veces, le medio esboza un gesto parecido a una sonrisa. Después se derrumba, y los brazos ya no le alcanzan para abrazar el cuerpo sin vida de su vida partida. Pero otra vez se calma. Y se vuelve a asomar. Y le sigue contando sus secretos de amantes recién estrenados, le sigue hablando con voz queda, de carrerilla, porque sabe que las horas están contadas, y que al amanecer, ni siquiera tendrá esa carcasa a la que dirigirse. Al amanecer, al frío y turbio amanecer, sólo le quedará el silencio. Y una ausencia inconcebible. Y una casa vacía. Y un futuro sin él. Y un vientre sin fecundar.

Y tengo que huir de la habitación, donde se vela el cuerpo, si no quiero derrumbarme yo también.

Lloramos una noche entera, y no se terminaron las lágrimas. Creo que envejecimos todos diez años de golpe. A media mañana, le acompañamos cuesta abajo, camino a la iglesia, mientras su padre, su hermano y cuatro hombres más cargaban su última estancia en este mundo sobre sus hombros quebrados. Y les sigue un pueblo de juventud que arrastra su pena en los pasos que deberían estar bailando y ha aprendido demasiado pronto lo traicionera que es la muerte.

Desolador desfile de rostros ahogados por las mismas calles por donde, 19 años antes, yo portaba llena de ilusión su cuerpecito minúsculo de bebé casi recién nacido entre mis manos, como un tesoro, y lo llevaba a bautizar. Recuerdo que al doblar la esquina comenzó a llorar. Y yo le canté una nana, y lo reacomodé entre mis manos, y se quedó dormido. Se despertó con el agua bendita.


Murió la noche de reyes.
No hay agua bendita que pueda despertarle más.

Imagen: Muerte en la alcoba, de Munch

06 enero 2007

Regalo de reyes

Los Reyes Magos recogen sus carrozas, las pliegan sobre la mesa de los panes que han de amasarse y las archivan en el cielo de los perdidos para que pasen inadvertidas. De niña, o quizá ya no tan de niña, no me convencía que los reyes pudieran hacer una travesía por el desierto en carrozas. Demasiada arena y demasiados pocos caminos. Y demasiado traje brillante para un viaje tan incómodo. Pensaba yo.

Han visto unos camellos retozando en Uzbekistan, cerca de la frontera, y nadie sabe cómo han llegado hasta allí. Aún tienen polvo de estrellas entre sus pezuñas. Y escondidos entre sus alforjas los peluches de los niños que no saben escribir sus cartas porque tienen que cumplir con su jornada laboral que coincide con las horas de sol. Si quieren comer. No les quitará el sueño el tener que elegir entre tantos juguetes que bombardean sus ojos ante el televisor. A ellos ya les bombardearon el alma, y el futuro, y no tienen televisión. Y cuando rescaten su osito de entre las piedras, mirarán a su alrededor y buscarán una respuesta, y sólo verán unos extraños camellos, que nadie sabe cómo han llegado hasta allí, retozando bajo el sol. Y unas campanillas tintinearán en el cielo, y por un instante, estos niños serán niños, y el mundo volverá a ser un lugar habitable.

Hoy las calles, las calles de asfalto donde las tiendas abren hasta el final para los rezagados, las calles donde casi nadie pasa hambre, las calles que ya no recuerdan que muchos siglos atrás también fueron un desierto, y después unas ruinas, y después se convirtieron en ciudad, están llenas de conformidades. De sorpresas un pelín forzadas, de envoltorios de palpitaciones que no podrán cumplir las expectativas y de pequeñas dosis de exaltación arrancadas de cuajo a la vida, que tendrá que buscar rutas alternativas para darnos lo mismo sin herir nuestra estima.

Pero alguien ayer me envió una receta.

Y mis manos, y mi esencia, volvieron a cantar.

Alguien ayer me devolvió la varita mágica. Y mientras los aromas de mis pasteles nuevos inundaban la casa, una estrella se desprendía del cielo. Y recordé que esa imagen, la de la estrella desvaneciéndose, según las leyes de la física, ya no refleja el presente, sino el declive lento y asombroso de un cuerpo que pierde su luz.Y descansé. Y los luceros temblaron de futuro.


Y sonreí.
Porque mi presente es un regalo. Y está brillando.

03 enero 2007

Puerta al infinito

He descubierto una puerta nueva, y quizá sea la ruta alternativa a tomar.

Se abre ante mí con su carga de infinito, con su fondo lleno de misterio, con las súplicas de los naúfragos que lloran por los hijos de la tierra que no han de volver a pisar. Y con la primera sonrisa de las nubes que contemplan el lecho donde van a dormir su sueño eterno.

Se despliega como la paleta del pintor antes de iniciar su obra maestra, la que hará avanzar al mundo de tanta belleza, convirtiéndose en el motor que inicie en la batalla la defensa de la vida por encima de cualquier ideal.

Llora un recién nacido en su cuna. Y los ángeles y sus nanas de plumas mágicas comienzan a danzar.

Hay un mar que mira de frente y me está seduciendo, y avanzan las olas como las cintas de raso de una bailarina experta que quisieran enredarme los pies. Salado rapto sugerido, al que no voy a poder negarme, de tanto que cantan las sirenas lejanas mi nombre.

Intuyo unas huellas en la arena que se pierden en el mar.

Sobrevuelan las gaviotas ante mis pasos, y creo que me están indicando el camino.

Se despiertan las auroras en los cielos y la rueda gira inventando mis días.

Y mil olas acarician con tal delicadeza las rocas que van a provocar los sueños de los marineros que todavía tienen sus redes vírgenes


Hay un amanecer que me está esperando
y un sueño que empieza a florecer entre los pliegues de mis manos.

30 diciembre 2006

Feliz año

Que un rayito de sol ilumine tus días
y una manta de afecto encapote tus noches
y al estirar tus pies cansados entre las sábanas
encuentres el tibio calor de la compañía añorada.
Que llueva los días de llanto
y la niebla envuelva la duda que te desvela
que el mar te acompañe en tus paseos más solitarios
y las montañas refugien tus sueños
Que en sus entrañas nombren una cueva
para las estalactitas de tus deseos
y cuando se derramen devenidas en joyas
nazca el río
del que pesques la entereza para seguir en pie
y el coraje para alcanzarlos.
Que una suave brisa acaricie tu rostro
cuando ya no puedas más.
Y si cierras los ojos, que sientas la mano de tu madre
cuando te arropaba en la cuna
y su dulce tacto en ese mundo embarrotado
era el regreso al paraíso del que te habías desprendido.
Que nunca una ola te devuelva la botella con tu grito de auxilio
para que sigan vivos tus anhelos.
Pero si es así, que venga con una llave y la dirección de la nueva puerta
que podrás abrir con ella, para que veas que no todo fue en vano.
Que los bandidos no te ronden más que para enseñarte sus canciones
y si alguien viene a herirte, que te encuentre preparado para la batalla,
como un árbol de siglos, en pie.
Y que una tormenta te avise a tiempo de lo que te acecha.
Que nunca te falte un poema recitado en voz baja
para que te arranque las lágrimas y no se encostre tu alma
ni un amigo que patalee de rabia
ante el mal que derrumbó tu casa
y te abrace después y te diga: todo va a estar bien,
y te ayude a desescombrar las ruinas
contándote de la vida hasta hacerte reir.
Y que te invite a bailar.
Que si te duele el corazón
sepas entender sus motivos, y escucharle
y actuar en consecuencia.
Y si la enfermedad busca tu cobijo
tengas las herramientas a punto para disuadirla
Que nunca te falte el aroma
con el que poder descansar y sentirte en casa
ni el deleite del plato que más te gusta
cocinado por manos amorosas
Que no se agote el discernimiento ni la inspiración
ni te abandone el ángel que vigila tu ventana















Que fluyan tus días
como las bandadas de pájaros
que baten sus alas aplaudiendo la creación

26 diciembre 2006

La despensa

Tengo un wok con tapa y asas metálicas, una sartén asadora nueva y un horno con tantos botones que no sé si voy a saber utilizar. Hoy por hoy, lo empleo para guardar los moldes de los dulces que hace tiempo tampoco cocino.

Me compré una vajilla blanca cuadrada, de esas que lucen cualquier exquisitez, unas tazas transparentes como las de los capuchinos del Mombasa, y un lavavajillas que deleita mis siestas con su ronca canción. Nunca imaginé que un abrillantador pudiera borrar tus huellas de esta manera.

Ya he llenado los cajones de abajo del combi de comida para más de un mes. Lástima que los paquetes ahora son individuales y da la sensación de que la cosa va para largo. De vez en cuando cojo el carro de la compra, me disfrazo de tiempo y me acerco al mercado, y me llevo las gambas rojas por kilos, por si algún día tengo que celebrar algún acontecimiento interesante... volver a leer al ritmo de antes, sin ir más lejos, sería un buen ejemplo. Ya sabes, de tanto regar la esperanza, parece que no ha muerto, simplemente, descansa. Igual la hice trabajar a destajo los últimos meses y ahora está exhausta y para pocos trotes.

La batidora de vaso me espera, la verdad es que luce mucho en la cocina, aunque no sé si era necesario comprarla para adornar. A veces la oigo llamarme como en un susurro, y ya no sé si confundo su voz con los trailers de las películas de miedo que de vez en cuando se asoman por mi ordenador o efectivamente me está pidiendo un gesto por mi parte. Y le presto atención, de veras que es así, pero no tengo ni idea de cómo hacía los batidos, ni las cremas, ni los purés. Recuerdo que me gustaba mucho el yogur con frutas, pero que yo sepa, no es necesario una batidora para esto. Para ser sincera no tengo ni puñetera idea de en qué estaba pensando el día que compré la batidora. Supongo que inconscientemente quería digerir triturado lo que se me estaba atragantando en ese momento. Pero ni aún con esas.


La despensa está llena. Dispone de múltiples harinas, levaduras naturales y artificiales, leche de distintos cereales, conservas hechas por mí cuando aún tenía deseos de conservar algo, y conservas compradas en hipermercados, que te solucionan una cena en un instante. Siempre y cuando tenga ganas de cenar, claro. Dispone también de alguna que otra botella de vino, de estas de reserva que dicen que son las mejores, con aroma y con cuerpo, por si algún día, como decía antes, tengo que descongelar las gambas rojas, y celebrar algo. Y cómo no, aún con el precinto de seguridad sin quitar, vuelvo a tener mi recopilación de las mil y una especia, no sólo para contar cuentos que evoquen los faros lejanos del fin del mundo, sino para impregnar de aromas una cocina que sigue sin estrenar. Y la esencia de azahar, y la vainilla, para esas galletas moldeadas a mano que hasta yo echo de menos.

Me compré una colección de paños nuevos, y un delantal que es un primor. Instalé la cafetera, y el café, gracias a Dios y a mi determinación en hacerlo, que una no se encuentra el café hecho por más que rece, cosa que además, no acostumbro, sigue impulsando mis amaneceres y trayéndome el sabor de promesas que quién sabe si están cercanas. Algunos días lo acompaño con tostadas. Y suenan las variaciones de Goldberg y casi casi, recupero mis ganas de cocinar.

Pero mi último guiso se quemó a fuego lento

Y todavía huele la ciudad a incendio.

Imagen: la alacena, de Botero

21 diciembre 2006

Instantes

Algunos instantes el mundo padece de desolación. Se encendieron todas las luces, todas, dudo mucho que quede alguna por prender, y suenan los villancicos, cada uno a su aire, nadie se encargó de coordinarlos, y no hay oidos que los escuchen. Las calles están desiertas, y cientos de bolsas con lazos esperan inciertas las manos que han de abrirlas. Ninguna es para mí. No avanza la niebla. Demasiados árboles talados le han encogido el alma, y llora en un rincón.

Algunos instantes me asomo a la ventana y sólo veo ruinas. Y un soldado está conquistando los desiertos y hace girar la hélice, y oigo sus gritos lejanos mientras afila sus balas y sé que este cielo que me encapota va a hacer que hoy le lluevan mis besos. Besos de arena donde no existe más camino que la dura roca escarpada, besos de ausencia que apenas rozarán su aliento, besos de angustia de saber que su soledad y la mía una noche más durmieron solas. Cabalga un trueno entre las nubes. Y le arrojo una manta con mi aroma, para que lo arrope y le cubra las penas que nadie le va a poder consolar.

Algunos instantes riego la tierra donde se esconden mis flores. Flores que germinarán en primavera, cuando los escombros hayan sido retirados y los cadáveres que aún están calientes descansen en paz por los siglos de los siglos. Cuando brille el sol y yo pueda ver su reflejo. Cuando la luna me cuente secretos y yo tenga ilusión de nuevo por revelarlos. Riego la tierra donde se esconden mis flores, como se esconde hoy mi esperanza. Y espero que todas crezcan y embellezcan mi vida, pronto, muy pronto, antes de que llegue la glaciación.


Algunos instantes llamo a las puertas, es cierto,
pero no hay nadie al otro lado.

14 diciembre 2006

Regálame

Regalame una tarde de las que tengo libres, y trae unos buenos poemas, y vamos a hacer un concurso de lectura, a ver quién hace llorar de emoción antes al otro. Que se destapone el corazón y fluya la ternura, que para ratos amargos, ya hemos pasado unos cuantos en estos días

Regálame entonces una tregua, un rato sin desasosiego, un instante de paz, que pueda recostarme en mi nuevo sofá, y descansar, y soñar con un repartidor que llama a mi puerta y me trae un ramo de calas con tu firma...

Regálame un tango de esos que tú conoces y acércate, aún un poco más, y vamos a aprovechar mi salón vacío para bailar sin reparos, horas y horas, hasta que nuestra danza sea capaz de detener el giro de la tierra

Regálame la barra de un bar, después, con las piernas entrelazadas y un 1800, y dejemos que la noche transcurra contando futuros y desnudando palabras, que no hay nada más que hacer que ver el reflejo de las estrellas que caen en los cristales


Regálame el tiempo y regálame la claridad, que por un instante, sólo por un instante, vea que no son todo tinieblas lo que me envuelve...

06 diciembre 2006

El final del túnel

Y al final del túnel,
la luz...






Sé que sólo he de seguirla.


Como otras veces, simplemente he de caminar. Echar un pie, y luego otro. Y habré dado un paso. Y después otro, y tranquilamente, el siguiente. Y ya irán dos. Y después tres. Y después de un tiempo, miraré atrás y veré el trecho recorrido, con los pasos incontados y sus huellas apenas perceptibles, y me preguntaré... ¿Cómo hice para estar aquí? Porque la rueda seguirá girando, y posiblemente no recuerde que un día, decidí echar un pie y continuar. Y es por eso por lo que escribo, para que no olvidar que mi presente se configuró con las decisiones del ayer, que nada es fortuito, que paso a paso, voy creando ese porvenir que me visita ineludiblemente. Con su caja de bombones, incluidos los amargos.

Aunque hoy, ya ha anochecido, y he mudado mi vida, mi casa, y mi piel
Y estoy reajustando mis pertenencias como hace poco reajustaban mis huesos...
mis párpados se cierran anhelando los días y las noches que han de emborracharme con promesas nuevas, si bien sé que es el agotamiento absoluto de mis fuerzas el que los hace caer.

Así que creo que tengo bien merecido
reclinarme un rato

y descansar.

02 diciembre 2006

Ahora

Ahora que el tiempo ha terminado, que la nueva casa toma color y forma, que las calles de la ciudad me confunden y en los taxis dudo adónde ir

Ahora que cambio de llaves, y de cerradura, de puerta y de portal

Ahora que cunden los días y se amontonan los libros y los dolores, y las noches se deforman y no hay estrella-ni luna-ni nube-ni sol, ni tarjeta de crédito que pueda consolar la congoja y la incertidumbre

Ahora que he de embalar mi corazón y trasladarlo de cama y de almohada

dudo mucho que nadie sepa cuánto me cuesta abrir una maleta, y empezar la mudanza

Imagen: Maletas - J. Enrique Gonzalez

27 noviembre 2006

Si espero un rato...


Si espero un rato se me pasa

Tan sólo he de permanecer quieta, con la respiración suave, calmada. Buscar en alguna parte de mi cuerpo el latido del corazón, y escuchar su canto. Saber que sigue funcionando independientemente de la congoja, del abandono, del miedo, del dolor. Que es más poderoso que mi deseo de pararlo, que mis ansias de descansar. Que lidia con agujas en las arterias, pero las disuelve con milagros, con su martilleante ritmo de vida y futuro. Quedarme tranquila, que él hace todo por mí en estos días. Mi maltrecho corazón, mi malherido corazón, lo quisieron desgajar y no pudieron, y aún tiene más garra que yo, y mantiene altivo su latido.

Sólo consiste en esperar un rato, un rato más.

Prepararme un café y deleitarme en su sabor. Sentarme en el sofá, y esperar que mis gatas se suban encima, con ese salto tan gracioso que dan, y busquen mi mano, descaradamente, para que las acaricie. Y maullen si les hablo, contestándome en ese idioma gatuno que no soy capaz de entender. Sentirme de caricias necesarias y de calor buscado en estos días en que desperdicio ausencias. Tomar una onza de chocolate, y comprobar que no todo lo amargo es desconsolador. Y justificar el nudo del estómago con lo bien que sabe.

He de permanecer atenta, y asomarme a la ventana justo cuando el sol se está poniendo, para ver que una tarde más, el cielo sigue su ciclo y no se ha derrumbado. Y comprobar que, independientemente de las sombras que rodean mi perspectiva, la belleza se sigue exponiendo con su descaro habitual, vamos, que el atardecer ni lo pinto yo, ni depende de mi vaivén, por suerte.

Y proyectar cómo han de ser mis nuevos días, con sus nuevas noches. Y si la luna que he de ver será la misma que he visto hasta ahora. O por fín me enseñará su cara oculta. Y me contará quien la conquistó de veras por primera vez.

Si, tan sólo depende de dejar que pase

Que pase este silencio, que caiga este muro, que se manifieste el mapa que he de aprender de este nuevo continente que he de conquistar ahora que la batalla se acerca. Ahora que la cruzada vuelve a ser en solitario, ahora que he de enfrentarme, sin espada ni escudo, a lo que contiene la caja que se destapó. Y que no tiene cierre posible. Que aparezcan las señales, y que sean claras, porque de veras, en este instante en que se duermen los sueños, me siento perdida.

Aunque si espero un rato,

se me pasa

22 noviembre 2006

Sueños rotos

Los sueños no terminan.

Alguno, quizá, simplemente, se ha muerto de amor. O de desesperanza. O de deseo. O de olvido. O ha caído triturado ante las apisonadoras que prometían allanar los pasos.

Y otros cogen las riendas de los caballos salvajes y están galopando entre galaxias nuevas, y sé que tengo que apurarme si quiero alcanzarlos. Hace tiempo que corté la cabeza a la medusa, y vi nacer a Pegaso de su sangre. Iridiscente y poderoso, relincha y me llama, y siento su aliento en mi cuello, susurrándome que ha venido a buscarme para llevarme al cielo que me pertenece.

Pero estoy lidiando con una mala sombra. Una que llevaba tiempo de guardia en mi puerta, que ya no es mía, y me arrebató las botas de montar. Y me dispara bolas de fuego, a mí, que nunca usé escudo, que nunca creí que fuera a hacer falta. Rompió los espejos para que no la viera, a ella, la mala sombra, y de frente siempre mostró una sonrisa. Anoche derrumbó la casa, y he tenido que dormir entre escombros. Las últimas rosas del otoño murieron entre mis manos. Ahora sólo quedan sus espinas. Clavadas en mi piel. Mi corazón está bombeando cristales rotos, y mis dos gatas se arrebujan inquietas en mi mochila y me piden que les de un nuevo hogar.

Rescaté de las inmediaciones, mientras se abrían los abismos ante mis pasos, el atrapasueños que el ángel custodio de ojos mágicos dejó en Villafeliche cuando vió el peligro. Aún conservaba mis sueños intactos entre su red hechizada, la única herencia con la que he de partir, con la que he de recomenzar. Y prometí al ángel, en un gesto de gratitud infinita, contarle mis sueños, esos que tuvo que conjurar para mí.

Y muy pronto he de cumplir mi promesa, cuando los días brillen de nuevo, y en mi balcón luzcan los renacidos rosales. Cuando haya calor en mis ateridas manos, y empuñe otra vez la pluma de la fe. Y pueda cantar canciones, y bailar sin ton ni son. Y cocinar como solía hacerlo. Y reir sin parar. Cuando tenga algo más que la lluvia pasada para regar mi esperanza. Y la niebla que adoro me visite este invierno, allá, dondequiera que vaya a vivir.

Asoma el coraje. Voy recuperando las fuerzas.


“Días futuros que habéis de llegar, esperad un instante que me recomponga el pelo, y sacuda las ruinas. Sé que se acabó el tiempo. Que he partir.”

Y Pegaso espera

17 noviembre 2006

Llueve

Los días de lluvia a veces traen recuerdos.

Recuerdos de campanas, cuando aún veía el Pilar, y era niña, y todo era nuevo, y contemplábamos la tormenta en la noche, sentados alrededor del balcón, proyectando nuevos futuros a golpe de truenos. Y el resplandor de los rayos, cuando iluminan la bóveda ausente, y se asoma ese enorme vacío que nos rodea, ese cielo prometido al que, de ser así, no estoy segura de querer ir.

Los días de lluvia me traen mis cuadros, y se monta una exposición. Y añoro hasta que duele cuando pintaba aprovechando la luz difuminada. Y cuando el olor de la tierra mojada, y del rosal del patio, allá por Soria, se mezclaba con el óleo y el disolvente, y yo creía morir de placer. Y escuchaba a Fito Páez, y cantaba con él, y aún no sabía que habría de quererte tanto, y daba una pincelada más. Después de la lluvia, un paseo, y creo que hubo días que me atreví a volar. Al menos, eso contaban.

Me trae tu voz al teléfono, cuando me llamabas desde la esquina porque te habías olvidado el paraguas. Y con la excusa de no mojarte, rondabas mi casa, y mi salón, mis faldas y mi pelo, indiferente, como si la lluvia no la hubieras provocado tú, mago del tiempo, para rozarme la piel una vez más. Me trae el recuerdo de un niño que juega con mis canicas, y con mis gatos, y que me abraza sin saber quien soy. Que me presta su sonrisa, y su futuro, y me devuelve un adolescente diez años después.

Los días de lluvias me traen las tardes de colas para ver el ciclo de cine francés. Y todo era fácil, aunque no lo era, porque éramos tan jóvenes, y nos creíamos invencibles por haber sobrevivido al dolor. Como si ya no fuera a volver. Nunca más. Y nos sentábamos muy juntos, y nos reíamos como si nos fueran a pagar. Y comíamos Toblerones, (¿recuerdas?) , y se nos derretía en la boca, y yo me manchaba la blusa, siempre tan torpe y no tú no podías dejar de reir. Y los paseos en coche, después, con el limpiaparabrisas entonando los secretos que no pudimos guardar. Dulce lluvia que nos recogía en dos asientos, del que sobraba uno, mientras hacíamos kilómetros y kilómetros huyendo de la ciudad. Me trae el silencio también, y tu respiración. El hambre que nos entraba, y lo tarde que se nos hacía, y la lluvia seguía cayendo, testigo intermitente de un reloj que no dejaba de avanzar.

Los días de lluvia, después de todo, a veces, me traen poemas, y un puchero de mi madre para cenar. Una luz en una vela, y un anhelo por cumplir. Tus pies descalzos en la arena, y los miles de pasos que nos quedan por dar. Me traen el futuro, el que ha de venir cuando el cielo se abra y escampe, y milagrosamente brille el sol. Y me siento a esperarle, y voy tejiendo mientras, entre mis manos, para que arrope mi pecho, una nueva ilusión.


Hoy llueve, pero no llegan los recuerdos. Los espero y los invoco, y un mal presentimiento me dice que no han de venir. Se acabó el consuelo entonces. Hay un vencejo que desde ayer golpea mi ventana, y un rayito de sol que no se puede asomar.

¿Se habrán terminado los sueños?
Quiero creer que no.

13 noviembre 2006

Ayer

Ayer compré cuarto y medio de coraje. Por la tarde no me quedaba ni una pizca. Si supiera mentir bien tendría que decir que me lo robaron los pájaros. Pero lo cierto es que me lo bebí de un trago. Y me quedé tal cual. En fin... volví a comprar, y dejé al distribuidor sin suministros. Tuve que desprenderme de mi coraza para saldar la deuda.

Tengo la despensa llena.

Ayer quemé los rastrojos. Ahora huele a incendio. Ayer agoté las excusas para seguir en pie. Pero esperé dos segundos más y me visitó un milagro.

He cruzado un par de semáforos en rojo, y he sido golpeada por camiones locos. No me he detenido ante las señales, y he sido perseguida por sirenas. Voy sin faros, y los frenos chirrían. De la chapa, ni hablamos. Pero la rueda sigue girando. Y todavía no me han declarado siniestro total. Dudo que me multen por conducir deprisa. Me encanta disfrutar el paisaje.

Creo que aún no ha nacido el caimán que ha de comerse mis pasos.

Espero tener el tiempo suficiente para que se me cuajen los sueños que estoy batiendo en esta segunda tanda. Porque los de la primera, se me cortaron sin previo aviso. Supongo que la ilusión no era de buena calidad. O quizá falló el tempo. O el orden. O el desorden. O las noches sin dormir.

Espero no ser detenida en los aeropuertos tras descubrir que compro de contrabando, y además para traficar, la entereza por kilos. Todavía hay pasos vírgenes en mis pies anhelando bosques de laurisilvas. Y los faros del fin del mundo esperan ver el balanceo de mis remos.

Y quién sabe si alguien firmará de aburrimiento, o de fe, el indulto que me salve.

Gracias a las dudas conocí la certeza, y gracias a la certeza, aprendí a dudar.

Y la hoguera ya quema mis pies.

No siempre hablo de mí. Y no cuento todo lo que sé.

Conservo entre mis secretos favoritos un viaje en coche a la ciudad del olvido, donde las murallas me escondieron. Y no callo todo lo que debiera, pero sé que en la mayoría de las ocasiones, no debería callarme.

No sé si cruzaré todos los puentes, pero dudo mucho que alguien sepa a ciencia cierta todos los que ya he cruzado. O los que sueño cruzar.

Lo que sí sé es que te arroparé si tienes frío.

Y que estoy volviendo a cantar.

07 noviembre 2006

Hay días

Hay días en que me levanto a oscuras y espero el amanecer. Abro las ventanas, por si la luz quiere anticiparse, y busco su reflejo de reojo, para ser su primera expectadora. Otros días, en cambio, alargo y alargo la noche, y sus sombras se prolongan hasta tocarme la piel y los huesos, y, como una dama esquiva, me retiro antes de la claridad, para que no se pierda el embrujo.

Malduermo entonces, inquieta, y todavía sueño que recupero mi infancia. Y me pongo mis pequeños zapatos negros de charol, y mi vestido rojo de lunares, suelto las dos coletas que nunca quise llevar y me acerco corriendo al parque Bruil, a liberar a la osa que se volvió loca en una jaula. La llevo en mi cuna al Bierzo, y le juro al oído que su osezno nacerá libre, y que los dos jamás van a cruzarse con nadie que vuelva a apresarles. Y le regalo, antes de despedirme una cajita con las lágrimas que lloré al verla, para que recuerde que no todos los que la visitaban disfrutaban con su dolor. Y entonces mi infancia me besa, y la niña que nunca fui, por fin se pone a jugar.

Me despierto feliz, y, sorprendentemente estos días (sí, sorprendentemente), me maravillo de la especie que me contiene, sobre todo cuando desfilan ante mis ojos los milagros cotidianos como los carteles de los bancos, que se reconvierten en la palabra de dios dicha y hecha obra exclusivamente para mí, o las palomas que presagian la presencia del que ha de venir, o los escenarios vitales que representan teatralmente, mientra voy al trabajo, la incertidumbre que me está consumiendo y que me resta la quietud. Entonces, esos pequeños gestos hinchados de un afecto reconocido y descarado me hacen reir y dar las gracias por seguir viva. Modifico ligera mi agenda, me doy un baño bien caliente con el perfume carísimo de los domingos, y me preparo una buena taza de café, me subo a mis tacones como quien asciende a un podium, y me dispongo a saludar al mundo con mi mejor canción.

Pero aún quedan días en que hacer un recado se convierte en una tortura. La sola idea de tener que entablar conversación con un desconocido en tierra ajena y reconocer una carencia, o una necesidad, o simplemente, un deseo, me hace sentir infinitamente vulnerable y perdida. Otros, sin embargo, le contaría mis secretos más íntimos y despiadados a cualquiera, y aprovecharía su primer descuido para robarle su plan de detenerme. Inalcanzable y poderosa. Como sólo yo puedo ser.

Y debería, esos días, por ley, salir en la página de sucesos, pillada in fraganti espiando vidas ajenas, con un arma en la mano, voyeur insaciable de la intimidad prohibida. Otros, en cambio, debería aparecer con las esquelas, fallecida de desesperanza, de hastío, de vergüenza por tanto sufrimiento de pertenecer al género humano. La mayoría de las veces, sin embargo, apenas me llega para salir en la tira de humor.

Hay días en que definitivamente, debería escucharte. Y seguir tus pasos. Comportarme educadamente, hacer lo que se espera de mí, lo estrictamente correcto. Debería encajar en las esquinas, y limar lo que me roza. Cumplir con el decreto, con el mandato apoyado en mis hombros desde que se escribieron por primera vez los genes, que me obliga a seguir la tradición.

Pero no puedo. Un grito desgarra mi pecho, un ansia de mí misma, de ahondar más y más, de no estancarme antes del final, cuando perezcan los días, un incauto imán de abismos desconocidos y de noches escondidas, hace que zozobre y modifique el rumbo. Y el océano me traga, o quizá tan sólo, me está reteniendo contra él. A pesar de él. Encima de él. Compañera de él. Infinita como él. Insondable como él.

Hay días en los que no quiero verte más, va en serio, y otros en los que sé, con una certeza innegociable, que no podré vivir sin ti.

03 noviembre 2006

Reajuste

Me está doliendo el reajuste.

Este crujir antiguo de huesos, este peso que me pesa.


Me está doliendo el dolor del mundo, aquí, apoyado sobre mi hombro. Este cargar infinito con la esperanza perdida. Me duele entonces, la desesperanza, y tu ausencia repetida.

Me duele el silencio. Las noches sin fin esperando tu voz. Me duelen las lágrimas que no he llorado, y las que anticipo por los huérfanos ante el televisor.

Me duele el movimiento, no sé si podré evitarlo, y escribir, en estos días, parece un exorcismo.

Me están doliendo las malas posturas, el trabajo torpe y cansino del pasado perdido sin fe. Me están doliendo los insomnios de niña, los días de angustia que malviví a tu lado. Me duelen los portazos, los noiré, y los nosirvesparanada como si fueran dagas punzantes que, pese a los años sin oirlos tras la huida y el renacimiento, aún se clavan en mi hombro. Me duele el esfuerzo, sostenido e inútil, por arrancar una sonrisa más de quien no la tenía. Y su aprobación.

Duele el enfado, y el desaire de los ángeles. Duele el rechazo infinito de la salvación. Duele el temor de dios grabado a fuego en los genes, la falsa moral, la hipocresía de nuestros tiempos. Y la del pasado. Duele la muerte de los emperadores que se quedan sin marcha por el deshielo y la berrea de los ciervos que tendrán que cantar a sus ciervas en los campos de golf.

Me duele el futuro, y mi fuerza. Las promesas que no podré ver cumplir. Me duele esta entereza que me sostiene, este saber estar, esta solitaria dignidad aprendida a puro golpe con la vida, y en días como hoy, sólo quiero un hueco donde acurrucarme, si puede ser, con una mano acariciando mi pelo. Y que alguien cocine para mí.

Duele el dolor, pero dicen que es bueno. Que libera. Que estoy aprendiendo a ir derecha. Que mi cuerpo se tiene que acostumbrar a la rectitud, al equilibrio y a no caer ni en vicios ni en malas posturas. Que en un tiempo, todo habrá pasado, y estaré mucho mejor...y que mis huesos recuperarán su posición correcta y dejarán de crujir. Pero las banderas que sostuve inclinaron mi peso, y a veces, aún echo de menos la batalla. Y la pasión. Me siguen doliendo tus palabras a ratos, es cierto, pero puedo jurarte que me duelen mucho más tus silencios.

Y la lluvia de este otoño tardío está cayendo sobre mí, lluvia fresca que empapa mi tierra, donde aún tienen que agarrar las semillas a escondidas. Lluvia que trae el sabor de las nubes, y el gélido aire etéreo del cielo. Y cae sobre mi cara, y emborrona mis ojos, y de puro anhelo de ver más allá, está resbalando también mis pasos.

Pasos cansados que quieren pinzarse y que debo corregir para poder darlos. Reajuste de cuerpo y de alma, cómo duele tu proceso. Me estás atravesando sin piedad, sin ninguna misericordia, devolviéndome el dolor de las espadas que me mataron y los siglos que tuve que vivir sin ti. Cómo pesa esta armadura, y la incertidumbre de no saber si podré continuar al descubierto.

Y cómo duele la hoguera donde ya me he consumido, y la mirada de los que me juzgan sin saber mi nombre.

Pero el ave fénix renacerá. De eso no tengo la menor duda. Y volveré a volar.

Espero que recta.

31 octubre 2006

Vieja amiga

He visto florecer al Miño y al roble que guarda el camino de tu casa darme los buenos días. He visto la niebla rondar tu huerta acariciando los tomates, y tus perros y gatos me han besado hasta los huesos. He visto el puente nuevo, y las fuentes de agua ardiendo manar para ti.


Y me pregunto cómo hemos hecho para tardar tanto con este reencuentro.

Vamos a recordar, para empezar, así, sin prisa, con unos buenos bombones endulzando la velada, esta vida, los años que compartimos y los años que vivimos separadas, cada una a su aire, llevando una a la otra por calles nuevas, por ciudades distintas, por circunstancias impensables, a experiencias que nos enriquecieron y a experiencias que no debimos vivir, para así comprobar que nunca nos dividimos del todo, que la una prolongó a la otra, y ahora nos juntamos para reajustar el engranaje que llamamos continuar.

Y brindemos por los que se quedaron por el camino, los que mudaron su horizonte, los que subieron tanto que dejaron de vernos, y los que se quedaron tan atrás que ya ni nos recuerdan. Y por los que nos comparten, y que su deseo distanciado de hoy nos haga estremecer otra vez, para que no decaiga la fiesta.

Vamos a reirnos hasta que las chispas que se nos escapan enciendan una hoguera de San Juan, para pedir tres nuevos deseos, y gastemos uno en anhelar que la risa no termine nunca. Y vamos a levantarnos del suelo, que ya no somos quinceañeras que puedan tirarse a patalear a pura carcajada sin llamar la atención. Aunque en realidad, como estamos solas, tampoco está de más poder disfrutar así, como dos niñas juntas que no terminan de crecer del todo. Esperemos ese hervor que decimos que nos falta, cogidas de la mano, que así la espera es tan deliciosa como estos bombones que comemos siendo cómplices.

Vamos a hablar, y a hablar, hasta que yo cierre los ojos y el sueño quiera, celoso, separarme de ti, que han pasado muchos años pero no he conseguido superar tu capacidad de no dormirte ni por asomo. Aún recuerdo los sábados por la noche, cuando el mundo se emborrachaba sin nosotras y los coches conducían locos por la ciudad, mientras tú pintabas y pintabas, y yo no podía hacer sino contemplarte. Y no te preocupes, tengo mis trucos, y aún con los ojos cerrados, aún con el sueño en los párpados proyectando imágenes lejanas, te estoy escuchando, porque me gusta lo que dices, y cómo lo dices, y me gusta que una y otra vez te rias y me hagas reir.

Vamos a volver a hablar un instante más, vieja amiga, a estas horas de la noche en que el silencio es el rey, a desenmarañar el pasado, en un ingenuo intento de averiguar por fin desde cuándo estamos juntas, cuántos siglos hemos visto desfilar ante nuestros pasos, en qué antigua tierra comenzamos a preparar los pucheros que tan bien se nos dan, y en qué batalla la una salvó a la otra, a ver si así se puede explicar el por qué nos queremos tanto.


Y en la estación, cuando llega la despedida, vamos a abrazarnos, y con lágrimas moribundas, vamos a proyectar el próximo encuentro, y un genuino deseo de ser capaces de no dejar pasar tantos y tantos años.

Aunque en realidad no importe. Nos tomamos de la mano. De esa mano ausente y compañera, que tanto bien nos ha hecho volver a sentir. Y seguimos adelante, vieja amiga.

Como tú y yo sabemos.

27 octubre 2006

Resaca de besos

Doy una vuelta más y se enredan mis piernas entre las sábanas. En la ventana, en las flores y en los pájaros, la claridad se despierta.

Y yo, sin querer amanecer me expando, para sentir otra vez lo que sienten las hojas perdidas cuando reciben el rocío. Lluvia de besos de anoche, todavía quedan algunos colgando de la lámpara. Y los secretos que se susurran al oído están celebrando su parto prematuro.

¿De dónde vinieron las nubes? ¿De qué charco, de qué océano se evaporó su esencia para condensarse tan altas?¿Qué viento silbante las convenció para cuajar y encapotar mi cielo?

Pero es el cielo el que ha caído sobre mí, y su bóveda ahora rezuma ternura sobre mi almohada. Y los besos de anoche aún me están besando. Y me sostienen la espalda para que pueda levantarme y flotar sobre la alfombra. Para que los dedos de mis pies también sean besados. Para que no se pierdan el milagro, ni la gracia, de la posesión en volandas de la sangre galopando a borbotones por la excitación. Para que la ligereza se mantenga, y pueda dar saltos evaporados hacia la mañana.

Han llovido besos sobre mi pelo, y ahora se alborota enajenado al quererlos encontrar de nuevo entre sus raíces. Y un eco aliado está resonando todavía en mi cabeza su roce, el roce de los besos, contra la piel. Leve contacto humedecido que presagia el olor de la tierra calada. (Y las flores germinarán). Han llovido besos en mis mejillas, en mis orejas, en mi cuello y podría asegurar que su influjo está mutando el color de mis ojos. Y mi forma de respirar.

Han llovido tantos besos que de sus diminutas llamas nacieron fuegos artificiales. Dicen que se vieron a más de 100 kilómetros a la redonda y que hubo quien creyó que era año nuevo. Yo estaba ajena a todo este tipo de informaciones, y los recibí como si la lluvia fuera eterna y se fuera a instalar en mí, ansiosa y expectante, como si el cambio climático, en lugar de acercarnos a una sequía inminente fuera a regalarnos miles de gotas fértiles de dulce agua, cayendo en una constancia chispeante que alegra el alma.

Pero la lluvia, como la noche, se escabulle entre los dedos y nos deja la claridad.

Y una ansia de labios hinchados, llenos de una esperanza que no se puede olvidar. Estómago revuelto que aún digiere el anhelo, y el temblor en las manos, y en las otras entrañas que confiesa la absoluta necesidad de repetir y que una vez más, no voy a ser capaz de dosificar la medida justa que no crea dependencia.

Me asomo al cielo. Amenaza la lluvia